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Tuesday, August 14, 2007


Anyelina Rojas Valdés
Periodista
anyerojas@gmail.com

En el mundo de hoy, la mayoría de los países son culturalmente diversos, es decir, cohabitados por grupos culturales distintos que interactúan y se influyen mutuamente. Pero, vale tener en cuenta, que la diversidad, la diferencia y el reconocimiento o no reconocimiento del otro, no sólo está dado por un factor étnico. También la diversidad se da en la diferencia más básica –y quizás la más dura-, que tiene que ver con distintos tipos de exclusión hacia ese otro que es segregado, a partir de una serie de prejuicios que nacen por su condición, rol y estatus que ocupa en la institucionalidad social.


De todos modos, el multiculturalismo, entendido como la coexistencia de distintos grupos que comparten un espacio y tiempo determinados, no es un fenómeno de la modernidad. O sólo ella; es casi inherente a la historia de la humanidad, puesto que la mezcla entre grupos humanos ha sido una constante, pero por razones diversas.
Hoy, un mundo globalizado, que se intercomunica; en que impera un mercado a escala única, impone una sociedad distinta y facilita los intercambios. Pero, ese modelo globalizante y neoliberal desde el punto de vista económico, genera brechas sociales que producen o reproducen, sectores vulnerables y excluidos. Fundamentalmente asociado a la falta de acceso. Otros actores excluidos, corresponde a los grupos emergentes, que evolucionan en una dinámica propia y que por intolerancia, no son aceptados y más bien se les invisibiliza, como es el caso de los homosexuales o colectivos de lesbianas que deben vivir en una constante y creciente opresión. O jóvenes cultores de expresiones que desde el “sí mismo” nos parecen lejanas o decididamente, manifestaciones equívocas.
Si tomamos otro giro en el análisis, tenemos que la democracia, como modelo de gobierno, es el que impera en las sociedades actuales, -principalmente sociedad occidental- a partir de la concepción del Estado-Nación, como concepto de gobernabilidad. Y más aún, de identidad, que alcanza su máxima expresión en la concepción del Estado de Bienestar o Benefactor que surge desde la influencia de los modelos socialdemócratas europeos, como alternativa de construcción democrática.

Para algunos autores el Estado Nación está en crisis, y fundamentalmente porque en plena globalización, los países, eventualmente soberanos, deben someter sus propias políticas económicas, monetarias, laborales y sociales, a las exigencias de los grandes bloques políticos-económicos.
Es en ese escenario, en el que se construyen las democracias post modernas. En que los países alcanzan los beneficios de la globalización, pero también su lastre al incorporar un modelo reproductor de la exclusión social, por razones económicas, o por el sólo hecho de ser diferente. Entonces, el desafío país, de construir democracia, incorporando la participación y la interculturalidad, constituye un verdadero reto.
Veamos pues, qué ha sucedido en Chile en las últimas décadas.
En innegable que el gobierno de la Unidad Popular, liderado por Salvador Allende Gossen, provocó un cambio revolucionario en las relaciones sociales y en la integración de los sectores más empobrecidos. Sin embargo, ese proceso, que fue observado por el resto del mundo –no era usual contar con un modelo socialista, producto de la voluntad popular- sufrió una profunda crisis política, cuyas causas no es el caso analizar ahora.
La dictadura militar liderada por el Capitán General, Augusto Pinochet Ugarte, hoy difunto, detuvo ese proceso social. Durante los 17 años de dictadura, se atomizó más aún la situación política y se tendió a homogenizar la cultura nacional, de modo que todo atisbo de interculturalidad, fue mermado desde la formalidad del gobierno y desde las relaciones cotidianas. Por ejemplo, en la zona norte, en lo que respecta a la cultura aymara, no se permitió que en las escuelas ubicadas en la pre cordillera y el altiplano, donde habitan estas comunidades, se desplegara el proceso educativo utilizando el propio dialecto. Muy por el contrario, con el militarismo en ciernes, se dio inicio a un fuerte proceso de chilenización, casi tan fuerte como aquel que se desató cuando este territorio fuera incorporado al resto del país, tras la Guerra del Pacífico.
Con la recuperación de la democracia, que tuvo como contexto un nuevo orden mundial, Chile inició un proceso de recomposición de la institucionalidad. Las primeras tareas de las debutantes autoridades democráticas, encabezadas por Patricio Aylwin, como primer mandatario, fueron recomponer el tejido democrático, reinsertar al país en el concierto internacional y reducir los fuertes niveles de pobreza. A medida que se avanzó en ello, se fue dando cabida a otros procesos más profundos e innovadores, como es el reconocimiento a diversidad. Prueba de ello es que se empieza a hablar de los grupos emergentes o vulnerables y se crean políticas públicas para su integración. Por ejemplo surgen servicios especializados como Fosis, Fonadis, Sernam, Senama, etc.
Pero esta construcción social y política de integración del otro, se da aparejada de otro proceso, que es la participación. Es decir, no es posible incluir la “otredad” si es que no existen los canales de participación, desde el momento del diagnóstico, hasta pasar por el diseño e implementación de las políticas públicas.
Esta nueva configuración, levanta un nuevo discurso, que corresponde a la construcción de una ciudadanía participativa. De algún modo, se transita desde la clásica visión de las personas, entendidas como “súbditos del Estado”, a las personas que alcanzan en plenitud la ciudadanía.
Desde lo político administrativo, se inició en Chile, en la década de los noventa, un proceso de modernización y descentralización del Estado, que crea instituciones como los Gobiernos Regionales, orientados para que tomen las decisiones estratégicas en cada región del país y definan su presupuesto, en función de las prioridades regionales. Sin embargo este proceso es aún incompleto, puesto que los Consejeros Regionales, aún son elegidos por la vía indirecta, mientras que quien preside esa institucionalidad, es el o la intendenta, autoridad mandatada desde la Presidencia de la República.
Si seguimos afinando el análisis y escudriñamos en la noción de participación, como elemento central de la democracia y desde un enfoque intercultural, estos procesos, deben, necesariamente gestarse desde el espacio local, que es el espacio más cercano a las personas, en su vida cotidiana. Es decir, no basta con que se apliquen políticas descentralizadoras y se traspasen los recursos en forma creciente, desde el poder central, al poder regional. Lo que debe producirse es un proceso de construcción de las políticas públicas desde la base local, incorporando a las personas, con todas sus diversidades; y a sus organizaciones, también con todas sus diversidades e inspiraciones.
En el mundo post moderno, se impone este criterio, tendiente a construir ciudadanía desde la diversidad; una ciudadanía transversalmente inclusiva, que reconozca en pleno la diferencia, de modo de avanzar en los procesos institucionales con crecientes grados de validación. Es imposible, si eso no ocurre, pensar que la democracia que hoy tenemos, y que nos constó 17 años recuperar, realmente es tal.

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